*Norberto Soto Sánchez.
“Yo digo la verdad, no toda, porque decirla toda…
es materialmente
imposible.”
"La verdad tiene la estructura de ficción porque
pasa por el lenguaje y el lenguaje tiene una
estructura de ficción."
Jacques Lacan.
Es difícil hablar del amor. El amor en su cotidianidad, con todas sus peripecias, con todas sus alegrías y obviamente, con todos sus pesares. Pero sobre todo, el amor como ese re-vesti-miento hecho de fantasías, ideales, suposiciones, inferencias, afectos, memorias, imágenes, significantes, experiencias eróticas y tantas cosas más. El amor como una trama tejida, como un tejido mismo, hecho de todos estos elementos, en la que actuamos el otro[1] (su Otro), mi Otro[2] y yo.
Y el interés por este tema surge de un deseo, de intentar de-velar un enigma; ¿Por qué es tan difícil la separación de un ser amado? Planteando esta pregunta tomamos una dirección acorde a lo que popularmente habremos escuchado como des-amor. Como eso que nombra la ausencia de afecto de un sujeto a otro o como el odio en que se transforma ese mismo afecto, destruyendo y/o transformando la mayoría de los elementos que participan en ese tejido que hemos llamado amor.
Este tejido, esta totalidad obedece, de manera general, a tres registros que nos cubren a nosotros, sujetos parlantes, seres humanos. Son los tres registros de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Por el lado de lo Real el objeto amado se encuentra en el estatuto de aquello que existe, que está presente frente a nosotros como cuerpo en el universo, este aspecto se refiere a la existencia objetiva del cuerpo con todas sus características. Por lado de lo imaginario consideramos al objeto tanto en su dimensión de imagen, de aquello que podemos ver, sus particularidades visuales, etc. Así como la forma en que produce ciertos efectos básicos en nosotros, con ciertos roses, ciertas caricias (es decir lo imaginario también se encuentra en los ciegos de nacimiento, aunque con sus peculiaridades) y además en aquella imagen que nos devuelve. Para ilustrar de mejor manera lo imaginario podemos remitirnos a la frase de García Márquez sobre el amor: “te amo no por lo que eres, sino por lo que soy cuando estoy contigo” y que se refiere a lo que logro ser a través de la imagen del otro. Yo lanzo un chiste, un gesto y espero una respuesta, verbigracia, la sonrisa con la que responde a nuestras ocurrencias o la forma en que vislumbramos sus ojos contemplándonos, un signo involuntario, tal vez que se sonroje, en fin, todas esas respuestas van creando lo que en Psicoanálisis llamamos imagen especular (en obvia referencia a que el otro es el espejo en que nos reflejamos).
Por el lado de lo Simbólico tenemos una dimensión más compleja; se encuentra tanto todo aquello que a través del sujeto amado enlazamos con otras experiencias de nuestra vida como aquello otro a lo que su semblante[3] nos remite. De igual forma queda bajo la dimensión simbólica todas las experiencias que vivimos a lado del ser amado y se enganchan en una cadena de otras vivencias; estas experiencias pueden ir desde aquellas en que apreciamos la gracia y aquellas otras en que el odio emerge. Lo simbólico pertenece también, cualitativamente, al plano de lo inconsciente en tanto nuestra memoria se encuentra bastante lejos de ser omnipotente, de poder mantener simultáneamente todos los recuerdos en el plano de la consciencia. Por ello en el momento en que se enlaza un significante que surge en una situación dada y nos remite a otro, lo que ocurre es una re-evocación de otro significante que se encuentra en nuestra memoria, pero dentro de los dominios del Ello, solo para emerger a través de dicha cadena al nivel de la consciencia. Cada una de estas experiencias van enlazando lo que se conoce como cadena significante. Es a través de ella que sucede el fenómeno transferencial, es a través de esta cadena que puede ocurrir la transferencia. Y la transferencia puede ser pensada desde el punto de vista del ritmo[4], de la correspondencia del otro para conmigo, de esperar esa respuesta que se sitúe en el terreno de lo que represente algo para mí a través del acto; “si un paso que he dado me ha hecho caer, espero que sigas mi ritmo y a través de tu apoyo de-muestres tu amor hacia mí, que a través de tu presencia ahí donde la ocupo representes para mí algo más que tu sola presencia: el amor, la correspondencia”.
Entonces hemos nombrado los tres registros, de una forma ciertamente limitada y ofreciendo algunos ejemplos de igual alcance. Sin embargo es una manera modesta pero práctica de ilustrar ciertos conceptos que tratan de discernir algo tan complejo como el amor, en tanto nos envuelve a todos los seres humanos en ese laberinto que es para nosotros la vida cotidiana, la experiencia misma. Ahora hay que tratar de mezclar los rasgos descritos de cada uno de los registros y observar lo que obtenemos. Lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico con todas sus particularidades, mezclados, condensados, crean lo que en psicoanálisis lacaniano llamamos Objeto a, objeto causa del deseo. A partir de aquí diremos que nuestra pareja, nuestro ser amado es nuestro Objeto a. En este mismo sentido gira la tesis lacaniana de que en el deseo poco hay de espontaneo; si nuestro objeto causa del deseo depende, como hemos mencionado, de los tres registros con que cada uno cuenta, y si dentro de lo simbólico y lo imaginario hay un reservorio que determina el surgimiento del Objeto a, entonces la forma en que caemos en ese estado afectivo llamado amor sugiere que hay una delimitación de las coordenadas en que nuestro objeto amado debe encontrarse para que se logre el levantamiento del amor. Es así que escuchamos a nuestros y nuestras semejantes, con sus sueños, sus aspiraciones, sus anhelos decir “quisiera un hombre inteligente y con dinero”, “quisiera tener una mujer ‘bien buena’ que ‘me siguiera el rollo”, “quisiera tener un viaje, ir a una fiesta donde conocer a una persona interesante, alguien con quien compartir aquello que me interesa”.
Si retomamos, ahora sí, aquel sendero que mencionamos recorreríamos (el del des-amor), encontraremos que la pérdida del objeto amado no es solo la ausencia de algo externo a nosotros; si hemos dicho que a través del otro encontramos nuestra imagen -imagen especular que nos es devuelta desde el espejo que para nosotros es el otro- entonces lo que perdemos es la imagen interiorizada (inconsciente) de nosotros mismos que hemos construido a través de nuestro Objeto a. Sin embargo, en el duelo por la pérdida o abandono de un ser amado se conserva un resto imaginario de él. Es por eso que las solicitudes inocentes y bien intencionadas que le realizan a un sujeto sus seres queridos para que olvide, para que supere la pérdida de lo amado son vivenciadas, por el sujeto, como ofensas “¿Por qué me piden, precisamente, que olvide lo único que me queda de aquello que he perdido en lo Real?”.
Y es que el vínculo con ese otro se va convirtiendo en una parte de nosotros. Éste vínculo, una vez roto, genera una conmoción pulsional. A nivel de la consciencia se experimenta un dolor; este dolor es la defensa que el yo genera para contener dicha conmoción, misma que es inconsciente. El yo se defiende inútilmente invistiendo libidinalmente las imágenes, los recuerdos de lo perdido, trata de mantener viva la imagen del ser amado pero no hace otra cosa que abrazar fantasmas que se esfuman acrecentando el deseo. Esa imagen fantaseada del ser amado es todo y a la vez nada; todo en tanto afecta la totalidad de nuestra psique, nada en tanto no tiene nada que le proporcione su soporte en lo Real.
Por ello el enlace del nudo borromeo, que forman los tres registros, es lo que sostiene efectivamente al Objeto a, que se encuentra en su centro, donde se cruzan los tres registros: lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico; sin lo Real, sin la presencia objetiva del ser solo quedan los restos imaginarios en nuestra memoria, mismos que despertamos en los momentos más agudos del duelo, cuando aún no hemos logrado comprender la pérdida definitiva del otro amado.
Esta misma pérdida, este mismo duelo, se vive también en el momento en que nuestro objeto de amor deviene siniestro, deviene la contradicción exacta del ideal que teníamos de él. Es decir, la idea que poseemos del otro amado siempre es superior a lo que ella (él) es en lo Real; para empezar en lo Real es un cuerpo, con agujeros, con zonas erógenas que son perfectamente estimulables por algún cuerpo que las roce. Existe la posibilidad de correspondencia erótica entre quienes amamos y cualquier otra persona, el inconsciente, su inconsciente es erótico, erotizable, el otro amado no alcanza un estatuto divino, es un ser pulsional como todo humano. La pulsión rompe con el ideal, pero adquiere su carácter ominoso en el otro justo porque los ideales con que la maquillamos son un relato completamente contrario a lo que es. El desengaño, la percepción de la malevolencia del otro, son rasgos que surgen de lo más íntimo, de lo más legítimo del sujeto y nos remiten a lo más propio de nosotros mismos, lo que yacía oculto tras nuestras idealizaciones de la relación erótica, la pulsión en el otro nos envía a una dimensión Extima. Lo más íntimo que deviene exterior, extraño, extranjero en tanto se le había olvidado en los abismos de una negación que no alcanza a refutar aquello que vuelve como el eterno retorno de lo evidente: la pulsión.
En este sentido, la pulsión es eso que de alguna verdad hay en el sujeto, es lo genuino de su historia, su verdad subjetiva. Si hay alguna melodía en boga entre algunos sectores de la juventud que espiritualmente vuelen por los aires del New Age y nos invite a declarar todo nuestro amor en el registro de la verdad[5] (la letra dice “and you can say it all –como si eso se pudiera-, reveal yourself, i’ll listen”), nosotros responderíamos primero con el enunciado lacaniano que dice: “yo digo la verdad, pero no toda, porque decirla toda es materialmente imposible” para posteriormente pensar en ¿Qué de esa verdad que se supone podría expresarla al otro y ser aceptado por él en ese terreno de los ideales que es el amor puede soportarse? ¿Acaso puede aceptar mi pulsión, ese vacío insaciable que hay en cada uno de nosotros y que destruye los ideales por más bellos que estos sean? ¿Acaso puedo decir la verdad sobre mí mismo? ¿Es esta verdad soportable incluso para mí mismo? Si de lo que hay en lo inconsciente mucho es reprimido, es en la medida de su carácter insoportable para el sujeto en el que ha sido reprimida. Después de que el deseo queda establecido por el interdicto de la Ley -por el significante que le da su peso en tanto Ley, o sea, el Nombre-del-Padre[6]- queda regulado por la castración y de esa castración sabemos que se vive la idea de una deuda simbólica, ese temor a no representar para el otro aquello digno de que nos dirija su atención, de que nos invista libidinalmente en primera instancia y luego crea que somos y tenemos algo que jamás seremos y jamás tendremos, porque se juega en el terreno de la re-presentación, de lo simbólico; es nuestro semblante a lo que nos referimos[7], la apariencia de tener y ser lo que no somos y no tenemos (amar es dar lo que no se tiene). Es aquí donde emerge la angustia de que el otro sepa lo más íntimo de nosotros, esa verdad que a nuestros propios ojos es vergonzosa (deuda simbólica) y que de ser visible a nuestro objeto de amor haría que se desvaneciera, frente a sus ojos, nuestro semblante.
La dialéctica que se establece con el otro al que amamos nos hace llegar, muchas veces, a obscuras escenas donde el odio emerge, donde las palabras se pronuncian en la vociferación, donde los ojos brillan exaltados por una tensión desgarradora, visceral, donde muchas veces el ímpetu llega a hacer que los sujetos se abalancen sobre otros con crueldad; el avasallamiento ciego y bruto a aquel a quien se dice amar. Es en estas ocasiones donde ponemos especial atención a aquello que llamamos Goce. El Goce no solo emerge en estos obscuros momentos, sin embargo es en estos donde, por su característica principal y por sus consecuencias, le ponemos especial atención desde el punto de vista clínico. El Goce no es placer, como bien lo dice Braunstein, el Goce “…entra en el orden de la tensión, del forzamiento, del gasto… indiscutiblemente sabemos que hay goce en el nivel en que empieza el dolor, y sabemos que es solo en ese nivel del dolor que puede experimentarse una dimensión del organismo que de otro modo permanece velada”[8]. Es esta tensión en la cual el sujeto se ve inmerso cuando el otro aparece para él como un significante que le remite a una verdad insoportable, que en la cadena de sus significantes lo señala –muchas veces sin querer, muchas veces queriendo, otras veces sabiendo (sin saber) y otras veces también- en falta, le factura su castración. Es ahí donde aparece el Goce fálico (remitámonos al cuadro anterior, en ese sector donde se cruzan lo simbólico y lo Real), esa tensión en que el sujeto parece desvanecerse en medio de una experiencia enloquecedora cuando se encuentra frente a la palabra del otro; el verbo toca la carne, las vísceras se retuercen cuando la palabra alude a ese nódulo de verdad inaguantable.
Y el otro, con relación al sujeto al cual ha inducido al Goce por medio de su palabra ¿Sabe lo que está haciendo? Es decir, ¿es que siempre estamos al acecho del otro y el otro está siempre al acecho nuestro? Desde que Freud insistió en descifrar los misterios del Inconsciente sabemos que siempre decimos más de lo que queremos decir, el sujeto es un sujeto dividido ($), por eso el Ello es impersonal en relación con la experiencia de la consciencia: ¿qué momentos del lazo que establecemos con el otro están marcados por esta parte de nosotros que es el inconsciente y esa instancia psíquica que es el Ello? Todos, son estos los elementos que marcan el ritmo del que hablábamos al inicio, son ellos los que se ven afectados por el destiempo que la pulsión introduce cuando no sigue el metrónomo de nuestros ideales en el terreno amoroso. Este destiempo es el que hace que emerjan esas erupciones de Goce[9]. En el momento en que en lo Real el sujeto amado no cubre los parámetros de aquella idealización inconsciente que de él posee su amante, aparece, el Goce. Sabemos, sin saber, cuando asechamos al otro. Porque no se trata de preguntarnos si podemos amar y odiar a alguien; la pregunta pertinente sería ¿Podemos sólo amar a alguien? Sabemos que no. La ambivalencia hacia el otro es el rasgo característico del lazo que establecemos con él.
Es en esta dialéctica, confusa, definida por la escisión fundamental sobre la que estamos constituidos, la que determina el problema esencial del entendimiento entre los amantes; Lacan lo decía: No hay relación sexual. Refiriéndose a esa innegable falta de armonía en el lazo que se establece entre quienes se abalanzan eróticamente.
A través de la experiencia clínica en psicoanálisis se forma una ética; no podemos plantearle al sujeto que siga los ideales que obedecen a un fantasma que correlativamente nutre un ímpetu ciego, a la puesta en escena de una fantasía que es ella misma, en tanto experiencia, una negación que constituye una compulsión a la repetición. Porque la negación es un enunciado pero, más que ello, un fantasma. El amor no soporta la verdad, no soporta que el semblante caiga, sin embargo, en análisis se desenredan los ideales que construyen el amor; se va al análisis a curarse de los ideales y, como en la clínica de las neurosis se lo menciona, a prepararse para su inevitable fracaso.
[1] El
otro, con minúsculas hace referencia a el otro ordinario, a la otra persona.
[2]
El Otro (con mayúsculas) es una referencia tanto al lenguaje como al
inconsciente. Precisamente el concepto freudiano de el Ello se refiere a esa
impersonalidad que encontramos en los lapsus, en la pulsión, en los recuerdos
pantalla (¿cómo saber cuáles no lo son?), en los sueños, en las erupciones de
Goce y en tantos otros fenómenos que obedecen a las formaciones de lo
inconsciente y que a nivel de la experiencia del Yo y de la consciencia se
viven como algo más allá de nuestra voluntad, como actos de otro que vive en
nosotros mismos y que emergen sin que podamos controlarlo. Es decir, este caso
me refiero al Otro como todo aquello inconsciente dentro de nosotros mismos.
[3] El semblante se encuentra por excelencia en
el plano de lo Simbólico, es aquello que se encuentra en el objeto más que el
objeto mismo. Estamos hablando de esa apariencia del otro que nos remite a otra
cosa, es una forma de representar algo. Cierta intelectualidad, cierto porte de
interés, o cierta actitud desafiante y seductora.
[4]
Nasio, J. D. (1998). El dolor de amar. España.
Gedisa.
[5]
Por supuesto, debemos referirnos a las creaciones novedosas que circulan en el
entorno cultural de los jóvenes. La canción a la que nos referimos se llama I’ll Listen de Armin Van Buuren ft. Ana Criado. Se le otorga su importancia
gracias al discurso que se ha construido alrededor de algunas prácticas como
las famosas raves (nos arriesgamos a estar out
en el lenguaje actual) y en el cual claman por una “expansión de la
conciencia a través del amor (y por supuesto el éxtasis)”, por inocente que
suene o parezca le damos su importancia a estos enunciados ideológicos tratando
de develar las consecuencias de ellos en el plano cotidiano, tomando en cuenta,
como lo hacemos aquí, su relación con lo inconsciente y lo pulsional.
[6]
El significante del Nombre-del-Padre no es una palabra, es aquello que en la
psique del sujeto hace válido un mandato, le da sentido y lo legitima. Una
orden puede pronunciarse pero si no es acatada, si no es reconocida como tal
mediante la obediencia, solo suena como un zumbido. Este significante por lo
tanto es una formalización conceptual para nosotros, en el contexto teórico. Lo que le da estabilidad a la realidad para los sujetos.
[7]
Lacan, J. (2010). Las formaciones del
inconsciente. Editorial Paidós. Argentina.
[8]
Braunstein, N. (2009). Goce, un concepto
lacaniano. Editorial Siglo XXI. México.
[9]
Aludiendo a la manera en
que Trotsky se refería al surgimiento, entre la masa, de la violencia
revolucionaria: esas “erupciones de
violencia” decía el legendario revolucionario y que nosotros retomamos
señalando un curioso detalle: en la dialéctica de la lucha de clases es un
elemento constando, la violencia. De igual forma el Goce, en sí mismo no es
dialéctico, pero emerge en la dialéctica que establecemos con el otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario