viernes, 26 de octubre de 2012

Tecnologías de poder y Tecnologías del Yo en la cotidianidad: Escuela, disciplina y discurso cientificista (1ra. Parte)


Tecnologías de poder y Tecnologías del Yo en la cotidianidad (1ra. Parte)

Sujeto pedagógico; alumno o aprendiz. Un breve recorrido histórico.
Tratar cualquier tema perteneciente al ámbito pedagógico demanda llevar a cabo un recorrido por el pensamiento de algunos de sus más destacados teóricos, con la finalidad de contextualizar históricamente el progreso de las concepciones y postulados que se han llevado a cabo dentro de la ciencia pedagógica. En el caso del presente trabajo nos ayudará a dar un trazo sobre las consideraciones que se han tenido, a lo largo de la historia, sobre un sujeto pedagógico; el alumno.
            Desde los diálogos platónicos, y especialmente en la república, Platón bosqueja un ideal educativo en el cual la censura de ciertos contenidos poéticos se llevaba a cabo con la finalidad de producir sujetos dispuestos y dignos de defender a la república. Más tarde Aristóteles planteaba la necesidad de una educación juvenil que orientara a los sujetos para la vida en la polis, misma que sería regida por una constitución que, por lo tanto, determinaría las formas y los contenidos educativos que se impartirían en cada ciudad, con el objetivo explícito de que el sujeto respetara las leyes que garantizaran la existencia de la polis. Esta pedagogía, pensada para el bienestar del Estado, ya era mencionada por los maestros del antiguo Egipto, como lo señala Alighiero (1987) y se manifestaba en un seccionamiento de la educación, de tal manera que existía, ya desde esa época, una educación gimnástico-militar y otra intelectual. Dicha forma de organización de la educación sería retomada, como lo mencionaba anteriormente, por los griegos.
            La diferenciación de las instrucciones conllevaba, necesariamente, un cambio en las consideraciones del actuar de los sujetos pedagógicos y que se manifestaba, según el autor, de dos maneras. Primero, en la antigua Grecia la instrucción de las clases altas estaba pensada para instruir al individuo en las tareas del pensar y el decir de acuerdo al poder (política) y de actuar también de acuerdo a este precepto (las armas). Segundo, la educación o instrucción para las clases bajas de productores no se daba en un contexto explícito maestro-aprendiz, sino que se presentaba en una relación situada en medio de la experiencia de la producción; el aprendiz observaba e imitaba a lo adultos en el trabajo, viviendo con ellos.
            De esa manera, había un actuar diferente de los sujetos pedagógicos en las dos formas de instrucción o educación que menciona el autor; ambas formas educativas demandaban papeles diferentes de quienes entablaban la relación pedagógica, por un lado (clases altas) cierta disciplina sobre el cuerpo con la finalidad de perfeccionar las habilidades militares, así como una agudeza de pensamiento y palabra, por el otro (clase baja-productores) la instrucción era dirigida para la obtención de habilidades que permitieran la manipulación de herramientas para la producción.
            Posteriormente, en el Imperio Romano, Séneca uno de los mayores exponentes del estoicismo, planteaba el papel del maestro en relación con su discípulo elevando dicha relación a un plano místico. Séneca consideraba que el maestro formaba almas, por lo tanto la moral destacaba e iba implícita en todas las enseñanzas impartidas, incluso en la física; se requería del alumno una serie de rutinas diarias encaminadas a la reflexión de su ser. Si bien, el papel del maestro se encontraba en una posición de suma importancia para el filósofo, la realidad de la sociedad romana contradecía dichos pensamientos puesto que el maestro poseía un papel marginal dentro de la sociedad. Sin embargo es importante tomar en cuenta sus consideraciones puesto que más adelante algunos filósofos cristianos consideraran a Séneca un correligionario gracias a los planteamientos expuestos en sus obras. Así mismo es en esta época en que, según Abbagnano y Visalverghi (1964) comienza a darse una mayor legislación por parte de los emperadores en temas de educación, otorgándole con ello un carácter público. No sería este un caso novedoso, sin embargo trasciende el hecho de que sea retomado por un Estado de la magnitud e importancia que lo fue el Imperio Romano.
            Más tarde –como mencionan los mismos autores- los filósofos cristianos se proponían el ideal pedagógico de crear al “hombre nuevo y espiritual”, miembro del reino de Dios. Para ésta transformación del sujeto contaban, por así decirlo, con un material didáctico: los evangelios. La enseñanza de la “buena nueva” se dirigía a los adultos y era ejercida por fieles delegados denominados maestros (didaskaloi). La educación antecedía un momento cumbre en el cambio espiritual de los individuos: el bautizo. El cristianismo, para propagar la palabra del señor, requería mínimamente individuos capaces de leer las sagradas escrituras, es por ello que se menciona que a raíz de ésta necesidad de “expansión cultural” el cristianismo fundó escuelas religiosas donde no existía escuela alguna; tal es el caso de Etiopía, Armenia y Georgia. De esta forma las instituciones educativas se planteaban una reformulación de un sujeto digno de habitar una sociedad ideal, ya no una polis terrenal, sino “la ciudad de Dios” como mencionará San Agustín. El papel que se demanda al aprendiz o alumno es el de un alma resignada al ascetismo. En el seno del cristianismo surgen los monasterios (monakos=solitario) donde se preparan los más firmes creyentes a través del camino del ascetismo solitario, renunciando a las banalidades del mundo.
            Los monasterios encontrarán un cambio sumamente relevante en el tema que ocupa este trabajo; se convierten en comunidades educativas o, literalmente, en escuelas monásticas conventuales. En el desarrollo de estas instituciones se comienza a aceptar niños y jóvenes destinados a la vida monástica; la disciplina religiosa, moral e intelectual era sumamente rígida. El discurso religioso abarca la totalidad de la vida y define la metamorfosis -a través de la renuncia a lo banal- de un sujeto como el camino que lleva hacia el ideal religioso.
            Después Comenio hablará de la capacidad de entendimiento del hombre y habla de él como un sujeto con un “inmanente deseo de aprender”, es decir, el individuo de forma natural posee una tendencia al entendimiento de lo que le rodea, dicho entendimiento es una manifestación divina en tanto es consecuencia de la semejanza del hombre con Dios. Para Comenio ésta vida, y los aprendizajes obtenidos en ella, es la preparación del aprendiz para la vida eterna, es importante notar que él reivindica la posición del sujeto como un sujeto deseante en relación con el aprendizaje.
            Más adelante Rousseau considerará al niño como un sujeto ajeno al bien y al mal, por naturaleza foráneo a esos conceptos que son, desde su punto de vista, propios de los hombres adultos. En éste sentido, toma en cuenta el carácter pulsional, por así decirlo, del niño y sin embargo se sitúa en contra de métodos coercitivos físicos contra él. Es notable leer lo que nos dice “es cosa muy extraña que desde que se ocupan los hombres en la educación de los niños, no hayan imaginado otros instrumentos para conducirlos que el miedo, la envidia, la vanidad… y todas las pasiones más peligrosas.” En este sentido, la relación que convierte a los sujetos en sujetos pedagógicos debe ser, para este pensador, una relación en la que el adulto, por medio de la razón, considere al niño en su naturaleza y actúe en consecuencia a ello.
            A lo largo de este breve recorrido por algunos autores y sus pensamientos sobre el ideal y los objetivos de la relación pedagógica -misma que instituye a los sujetos pedagógicos- hemos observado el uso de un discurso que plantea cierta concepción del sujeto alumno y que de alguna forma u otra traza una transformación de éste como su objetivo. Dicha transformación guarda relación con los discursos desde los cuáles se propone; de igual manera va cambiando de acuerdo a estos. Es así que llegamos a la época en que nace el capitalismo, acaece un desarrollo extraordinario de los medios de producción, gracias al empleo de la razón y al desarrollo de la ciencia así como a las revoluciones burguesas, con ello nace una nueva concepción de los sujetos. En ésta concepción el discurso de la razón va delineando toda una idea de la normalidad mental del sujeto, misma que empieza a manifestarse desde la ilustración pero que no encuentra su definición característica hasta el nacimiento de la ciencia positiva, adquiriendo un semblante de neutralidad científica, objetiva, que busca el origen de las “conductas desviadas de los sujetos” -mismas que son clasificadas como trastornos- en procesos fisiopatológicos.
            Es importante mencionar que si bien grandes teóricos de la pedagogía como Montessori y Freire abogaban por una educación apoyada desde una perspectiva científica, no renunciaban a la subjetividad del infante y ponían especial atención en sus inquietudes, desde una perspectiva humanista. Ya lo decía éste último autor “al aceptar la responsabilidad científica, rechacemos la distorsión cientificista” (1994)
            En este tenor centramos nuestra atención en la educación pública, más específicamente en la institución que, por su papel, es de gran importancia para la sociedad; la escuela primaria. Dicha institución es la encargada de brindar las primeras enseñanzas académicas a los niños de todo el país, y es revestida por diferentes discursos de distintas disciplinas que de alguna forma se relacionan con la pedagogía. Estos discursos -redes de conceptos- van tejiendo la forma en que se aprehende la realidad; nombran hechos, conciben sujetos y plantean prácticas que surgen en la cotidianeidad de las instituciones que nos rodean.

            Si como hemos visto, a lo largo de la historia un sujeto pedagógico es considerado como un individuo tal que ha de ser transformado por la vía educativa de tal o cual manera; nuestra época no es la excepción. Hay una idea de un niño que “debe ser y comportarse” de cierta forma, ad hoc a un discurso que delimita los parámetros de dichas variables así como con el objetivo que se propone el maestro. Obras como el “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR)” así como el CIE-10 (clasificación internacional de enfermedades décima versión) se proponen ser un referente discursivo para orientar a profesionales de diferentes disciplinas en el diagnóstico y tratamiento de “trastornos mentales”, y es en ese término donde son ubicadas esas ciertas “formas de ser y comportarse” de algunos niños. 



Las tecnologías y los sujetos; algunos elementos para relacionar.

Meditar cuestiones inherentes al comportamiento del niño y su subjetividad dentro de un contexto institucional dado, es considerar, a su vez, la forma en que esos comportamientos son nombrados por el contexto mencionado y que crean una concepción de él. Dichas formas de nombrar el comportamiento de los sujetos escolares a los que me refiero no surgen de la nada, son producciones discursivas, un conocimiento elaborado de acuerdo a ciertos miramientos que poseen objetivos específicos. Los discursos son producciones de saber que se relacionan con su objeto de conocimiento de tal manera que generan elucidaciones sobre él a la vez que son dirigidos para operar en él.
Foucault (1990) llamaba a las formas en las que operan los discursos sobre los sujetos u objetos, “tecnologías”; de las cuales distinguía cuatro, las “tecnologías de producción”: son las que permiten producir cosas o manipularlas, después están las “tecnologías de sistemas de signos”, con las cuales se refería a todas aquellas que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos o significaciones, en seguida habla de las “tecnologías de poder” en las cuales se ubican todas aquellas que determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o dominación y sobre todo consisten en una objetivación del sujeto, finalmente menciona las “tecnologías del yo”, por ellas se refería a las que permiten a los sujetos efectuar, por sí solos o con la ayuda de otros, operaciones sobre su cuerpo y su alma.
Estas tecnologías no intervienen en la realidad de manera aislada, cada una de ellas implica la adquisición de ciertos aprendizajes por parte de un sujeto así como su modificación, es decir, la transformación que se da a partir de la operación de un discurso sobre él, ya sea que él mismo actúe como agente de ésta transformación o dicha operación sea mediada por el otro. 
De esta manera considero que el discurso proveniente del “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR)” puede ser ubicado específicamente dentro de las denominadas tecnologías de poder y las tecnologías del yo. Y su discurso se relaciona, específicamente, con la manera en que se concibe, a través de las definiciones procedentes de los conocimientos expuestos en dicho material, cierta “forma de ser” de los niños, por parte de las instituciones educativas y de los actores que intervienen en el contexto escolar. Por forma de ser me refiero la concepción que se tiene del niño en tanto que es “inquieto, disperso de atención, molesto, burro” o cuestiones parecidas en las cuales puedan emerger definiciones como las planteadas por el DSM-IV que conllevan una postura epistemológica que sitúa al sujeto más bien como un objeto, o, como se citó a Foucault más arriba; objetivan al sujeto.
En relación con la postura epistemológica podemos decir, desde la consideración foucaltiana del discurso, que no se trata de qué tanto nos acerque un conocimiento a la verdad o nos aleje de ella, de lo que se trata es de elucidar el uso que se da de ese discurso y la concepción que nos brinda del sujeto, así como las consecuencias de dichos usos y nociones en situaciones concretas de la vida cotidiana, es decir, en las prácticas que se establecen en relación con él.
- Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH); el nacimiento de una noción dentro del discurso psiquiátrico y neurobiológico.
Las primeras producciones de conocimiento que guardan relación con dicho “trastorno” específicamente, nos remiten a inicios del siglo XX, en 1902, año en que, según Elías y Estañol (2005), el Dr. George Still presentó, ante el Colegio Real de Medicina en Inglaterra, un síndrome semejante a lo que hoy se conoce como TDAH. Still creía que el síndrome se trataba de una combinación de deficiencia en la “inhibición de la volición” y una carencia de “control moral”, sin embargo, dichas hipótesis también iban acompañadas de una consideración de los factores biológicos y neurológicos ya que mencionaba, como probable causa del padecimiento, elementos genéticos asociados a daños en el sistema nerviosos central.
Años después, en 1922, L. B. Hohman detalló un síndrome de hiperactividad relacionado con “comportamientos impulsivos” y “agresividad” éstos síntomas se encontraban asociados a una falta de coordinación motora en niños que habían padecido encefalitis.
Posteriormente, en 1934, los autores Kahn y Cohen plantearon que dichos  comportamientos impulsivos podían ser provocados por factores orgánicos que se localizaban en el tallo cerebral. Es en medio de éstas propuestas que surge el primer intento de tratamiento con fármacos, así, en 1937, Bradley inicia el uso de anfetaminas para el tratamiento de éste síndrome, aun sin evidencia de daño o deficiencia neurológica.
En 1957 se llegó a proponer, por parte de Soloms, Laufer y Denhoff, que la hiperactividad y la falta de atención se debían a un efecto neurológico producido por la llegada excesiva de estímulos a la corteza cerebral y la incapacidad para procesarlos. Sin muchos aportes en ésta materia, pero continuando con el tratamiento farmacológico a base de anfetaminas, se buscaron diferentes causas orgánicas del TDAH en la década de los 70’s y los 80’s, sin éxito.
En la actualidad la definición de TDAH más aceptada es la que nos proporciona el DSM-IV. La nominación “trastorno” no apareció hasta la década de los ochentas, con la tercera edición del DSM. La cuarta edición del manual reconoce la opacidad hasta ahora existente en la noción de trastorno mental:
Los trastornos mentales han sido definidos mediante una gran variedad de conceptos (p. ej. Malestar, descontrol, limitación, incapacidad, inflexibilidad, irracionalidad, patrón sindrómico, etiología y desviación estadística). Cada uno es un indicador útil para un tipo de trastorno mental, pero ninguno equivale al concepto y cada caso requiere una definición.” (2005)
            Más adelante, se define el TDAH de la siguiente manera:
“Patrón persistente de desatención, y/o hiperactividad-impulsividad, que es más frecuente y grave que el observado habitualmente en sujetos de un nivel de desarrollo similar. Algunos síntomas pueden haber aparecido antes de los 7 años de edad… Debe haber pruebas claras de interferencia en la actividad social, académica y laborales… Los sujetos afectos de este trastorno pueden no prestar atención suficiente… Su trabajo suele ser sucio y descuidado y realizado sin reflexión” (Op. Cit. p. 97)
            Más adelante, el manual expone una serie de criterios diagnósticos que deben presentarse en el sujeto que se crea padezca el trastorno. En dichos criterios se plantea concebir la semblanza de un sujeto a través de las nociones de impulsividad, hiperactividad y desatención. Se muestran criterios que van desde el “mover a menudo manos y pies así como moverse del asiento”, hasta, “precipita las respuestas antes de que termine de ser formulada la pregunta”.
            No obstante, para el diagnóstico prudente del trastorno en cualquier sujeto y como bien lo plantea en su portada el manual, se pone en relación tanto la frecuencia en que aparecen los criterios como el número de éstos. Sin embargo, a nivel de la situación concreta, en la realidad cotidiana de los planteles y las instituciones educativas el uso de dicho discurso puede ser encausado de formas menos rigurosas en relación con lo indicado.
            Volviendo al aspecto epistemológico del discurso psiquiátrico y neurobiológico, Elías y Estañol (2005) hablan de una serie de progresos realizados por la neurofisiología, la neurobioquímica, la genética, la psiquiatría y la farmacología en el tratamiento del trastorno; dichos progresos en el tratamiento no son equivalentes en la elucidación de la etiología del TDAH. En este sentido, la postura que el discurso proveniente del DSM-IV asume ante la intervención y diagnóstico en casos de TDAH es de objetivar al sujeto, primero, por que considera a los sujetos en relación con una norma que alude a un orden disciplinario generalizado en que se mencionan formas de actuar que debe asumir un individuo considerando no la realidad subjetiva de él -o la forma en que subjetiviza la realidad social en que vive- sino la realidad objetiva, retomando los datos estadísticos del comportamiento de poblaciones de sujetos de diferentes edades. En este sentido el criterio implícito que debe cumplir una persona que no sea catalogada como “trastornada” es el de la homogeneidad en relación con una cifra. Dicha homogeneidad es concebida desde la fenomenología conductual de los sujetos, sin considerar lo subyacente a los actos. En segundo lugar, la intervención propuesta, ad hoc con los planteamientos epistemológicos de la psiquiatría y la neurobiología, alude a una supuesta solución farmacológica que es ofrecida desde una aparente neutralidad científica y que, a nivel de la intervención, es la introducción de substancias al cuerpo del individuo, anulando la perspectiva de una experiencia subjetiva, concibiendo al sujeto como un objeto reparable farmacológicamente. Los resultados expuestos (Op. Cit.) muestran una reducción en algunos síntomas, pero no muestran de manera clara la mejora en la atención o el aprendizaje de los sujetos.